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Tierra arable, tierra de cultivo, tierra de sembradura, tierra de labor, tierra de labranza, gleba o labrantío,[1] son expresiones que designan la tierra que puede ser usada para la agricultura, sea de hecho cultivada (arar, labrar, sembrar) o no. La FAO la define como la que se dedica a cultivos anuales (plantas anuales: cereales, patatas, legumbres, verduras, cultivos industriales como el algodón o el tabaco, etc.), distinguiéndola de otros conceptos, como la tierra dedicada a cultivos permanentes (viñedos, olivares, frutales, etc.) y la tierra de pastos (aplicable a la ganadería extensiva).[2] Los dos primeros conceptos son denominados tierra cultivable, mientras que el conjunto de los tres se denomina "tierra agrícola" -a pesar de lo impropio del término, pues suma usos agrícolas y ganaderos, identificando lo "agrícola" con lo "agropecuario" o "agrario"-.[3]
David Ricardo (1772 - 1823) incorporó la idea de tierra arable en la teoría económica, como uno de los tres factores de producción clásicos -véase tierra (economía)-, junto al capital y al trabajo.
Los principales requisitos para la consideración de una tierra como propia para el cultivo son la existencia de un suelo de características adecuadas y de un clima con temperatura y precipitaciones compatibles con el desarrollo de algún tipo de cultivo. Otras consideraciones importantes son las posibilidades de acceso, transporte y mecanización. Las deficiencias de suelo y clima pueden, en algunos casos, ser mejoradas artificialmente mediante distintos recursos (abonado, desalinización, encalado -añadiendo al suelo los componentes deseados o eliminando los indeseados-; drenaje o regadío -según haya exceso o defecto de agua-; cultivos de invernadero o, en casos extremos, hidropónicos).