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Abd al-Rahmán ibn Muhámmad[nota 1] (en árabe, عبد الرحمن بن محمد) (Córdoba (Qurṭuba), 7 de enero de 891[4][2] – Medina Azahara, 15 de octubre de 961[5][6]), más conocido como Abderramán III, fue el octavo y último[7] emir independiente (912-929) y primer[8] califa omeya de Córdoba (929-961), con el sobrenombre de al-Nāṣir li-dīn Allah (الناصر لدين الله),[6] «aquel que hace triunfar la religión de Dios» ('de Alá'). Hijo de un noble cordobés y de la cautiva navarra Muzna o Muzayna (Lluvia o Nube),[9] el califa Abderramán vivió setenta años y reinó cincuenta.[10] Fundó la ciudad palatina de Medina Azahara, cuya fastuosidad aún es proverbial, y condujo al emirato cordobés de su nadir al esplendor califal. Dedicó gran parte de su reinado a acabar de someter el territorio del emirato, desgarrado por numerosas rebeliones, mediante una mezcla de persuasión, prebendas y fuerza.[7]
De él dijo su cortesano Ibn Abd Rabbihi que «la unión del Estado rehízo, de él arrancó los velos de tinieblas. El reino que destrozado estaba, reparó, firmes y seguras quedaron sus bases (…) Con su luz amaneció el país. Corrupción y desorden acabaron tras un tiempo en que la hipocresía dominaba, tras imperar rebeldes y contumaces». Bajo su reinado, Córdoba se convirtió en un faro de la civilización y la cultura, calificado por la abadesa Hroswitha de Gandersheim como «Ornamento del Mundo» y «Perla de Occidente».
La Crónica anónima de al-Nasir resume así su reinado:
En el 929 desafió la autoridad religiosa de las dinastías rivales de fatimíes y abasíes y se proclamó califa.[7] El periodo califal (929-961) fue el más brillante de su reinado: logró someter a las marcas fronterizas a su autoridad, derrotar en diversas ocasiones a los fatimíes en el Magreb —aunque no eliminar esta amenaza— y dominar a los Estados cristianos del norte de la península, a pesar de los descalabros militares, en especial la grave derrota en Simancas.[11] Si durante los veinte primeros años de su reinado mantuvo una intensa actividad militar, tras la derrota de Simancas no volvió a participar en persona en las campañas.[12] El califato, convertido en un importante Estado a finales del reinado de Abderramán, mantuvo relaciones diplomáticas con el Imperio bizantino y el Sacro Imperio Romano Germánico.[nota 2][11]
Derrotado en la batalla de Simancas por Ramiro II de León (939), fue incapaz de reducir a los reinos cristianos del norte de España. A su muerte dejó por legado un poderoso califato forjado por la fuerza de las armas, uno de los Estados más poderosos del Occidente europeo, que, sin embargo, se derrumbó en poco más de medio siglo.