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Cristiano nuevo es la denominación que ha recibido históricamente en España y Portugal un colectivo social compuesto por los conversos al cristianismo desde el judaísmo o el islam, así como sus descendientes incluso varias generaciones después de producirse la conversión original.
El concepto se opone al de cristiano viejo, concepto que, más que entenderse como tener ascendencia cristiana «por los cuatro costados» desde tiempo inmemorial (fuera esto real o imaginario), en la práctica solía reducirse a remontarse a los padres y los cuatro abuelos.[1]
La denominación de cristianos nuevos se aplicaba sobre todo a las familias judías que habían sido obligadas a adoptar la fe cristiana después de las revueltas antijudías de 1391. Los judeoconversos estaban siempre bajo sospecha de practicar su antigua religión en secreto («judaizar» —criptojudaísmo—), y se les denominaba «marranos»; cosa que, si fue más o menos cierta en las generaciones más próximas a la conversión, dejó de serlo la mayor parte de las veces en sus descendientes con el paso del tiempo, a pesar de lo cual se mantuvieron tanto la discriminación social como la legal que les afectaba, durante la práctica totalidad del Antiguo Régimen en España (aunque muy relajada a partir de 1622, con el Conde Duque de Olivares —y especialmente desde la quiebra de 1627, que encumbró a los banqueros judeoconversos portugueses—,[2] mientras que en Portugal quedó radicalmente eliminada con la ley de 23 de mayo de 1773 —debida al marqués de Pombal—[3]). En el caso de los de origen musulmán, denominados moriscos, su situación demográfica y socioeconómica era completamente distinta, así como su condición étnico-religiosa y su capacidad de resistencia (revueltas moriscas); lo que llevó a intentar todo tipo de soluciones (tolerancia, represión, dispersión) hasta la decisión de expulsarlos a todos entre 1609-1614, cuyo éxito es objeto de debate académico. Por el contrario, la expulsión de 1492 solo afectó a los judíos, no a los conversos.
La «limpieza de sangre» o «sangre sin mezcla» que se atribuía a los llamados cristianos viejos era un concepto ideológico, sin mucho fundamento real, dado el extraordinario dinamismo migratorio y conyugal que caracterizó a la Edad Media en España. Exceptuando a los campesinos de las zonas más septentrionales, es improbable que existieran en los reinos cristianos peninsulares muchos habitantes que no tuvieran algún antepasado musulmán o judío; al igual que en al-Andalus la mayor parte de la población necesariamente descendería de la población hispanorromana (los llamados muladíes), a pesar de que los que deseaban prestigiarse se esforzaran en demostrar ascendencia árabe.
Paradójicamente, la conversión, forzada o no, abría el camino para que pudiera actuar la Inquisición española (establecida en 1478 explícitamente para reprimir a los judaizantes), ya que la competencia del Santo Oficio era sobre cristianos, no sobre musulmanes o judíos. Los delitos que perseguía eran los relacionados con prácticas u opiniones heterodoxas (herejía, o desviación de la ortodoxia católica). Así, los cristianos nuevos de origen judío o (más raramente) musulmán, no eran procesados o condenados por ser miembros de otra religión (o secta, que sigue otra ley —la ley mosaica o la ley de Mahoma—), sino por la desviación respecto a la que oficialmente practicaban (la ley de Cristo).
Un importante tema de debate historiográfico (que en esencia se remonta a las reflexiones contemporáneas de los arbitristas y de los posteriormente identificados como contribuyentes a la leyenda negra) ha sido si la represión a los cristianos nuevos fue una de las causas de la decadencia española, no solo por lo que afectó a elementos productivos en todos los ámbitos, sino por la forma en que desincentivó el desarrollo económico de una sociedad que, dada la identificación de los conversos con las actividades financieras[4] (cosa que en realidad ni era generalizada ni exclusiva de este colectivo) veía como sospechosa cualquier forma de ser rico que no coincidiera con la percepción de rentas feudales de los estamentos privilegiados (nobleza y clero), y cualquier forma de trabajar que no coincidiera con el sufrido e intemporal trabajo de la tierra por los campesinos cristianos viejos (pues incluso la industriosa actividad de las huertas valencianas, murcianas o alpujarreñas se asociaba a los moriscos).[5]