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«Manos muertas» eran aquellas propiedades que, en virtud de las condiciones del legado o por las reglas de institución de su dominio, no se podían vender, permutar o transferir en forma alguna. Era habitual que tampoco pudieran estar gravadas por tributos. El origen de esas propiedades está en la cesión o legado hereditario de un benefactor ya muerto (de ahí el nombre de «manos muertas») cuya voluntad sigue prevaleciendo. O también: Poseedores de bienes, singularmente inmuebles, en quienes se perpetúa el dominio por no poderlos enajenar ni transmitir. En este caso se encuentran los de las comunidades religiosas y los organismos públicos; y en el primero se hallaban los antiguos mayorazgos.
Principalmente hace referencia a las propiedades de la iglesia católica, sin embargo también pueden incluirse en este concepto algunas propiedades de la casa real (realengos) o de la nobleza (señoríos), ayuntamientos o de instituciones de beneficencia como hospitales, hospicios, casas de misericordia, cofradías, etc. En su origen se refería tanto a bienes civiles como eclesiásticos, aunque se utilizó principalmente para significar la propiedad eclesiástica. Los bienes, de ser bienes vinculados, no vendibles, protegidos así para cumplir su función esencial al servicio del bien común –mantenimiento del culto y de doctrinas, de escuelas, hospitales y asilos, de tierras de pastos y de cultivos comunales o arrendadas para ayuda de los más necesitados–, pasaron en la «desamortización», durante la revolución liberal del XIX, a ser propiedades de libre disposición. Este cambio de propietarios, supuso en la práctica que algunos se enriquecieran fácilmente y acumularan grandes propiedades.
Así, las manos muertas eran los bienes de la Iglesia católica y de las órdenes religiosas que estaban bajo la protección de la Monarquía Hispánica. Ni obispos, abades y priores los podían enajenar. Las autoridades eclesiásticas que lo hiciesen podían ser suspendidas a divinis e incluso excomulgadas. Además, el que adquiriese dichos bienes los perdía; sólo se podría proceder legalmente contra la persona que se los había comprado o vendido, nunca contra la Iglesia.
Con la llegada de la crítica ilustrada y la época del despotismo ilustrado comenzaron los intentos de desamortización, que a veces se quedaron sólo en proyectos o ejecutados en corta medida, concedidos por el Papa y el clero local como una contribución al mantenimiento de una monarquía en situación financiera precaria (Tratado de la regalía de amortización y la llamada desamortización de Godoy, en España). No será hasta la Revolución liberal que el programa desamortizador se cumpla en toda su extensión, como ocurrió durante la Revolución francesa (1789) o el gobierno de Mendizábal (1835), en España. Este último programa no cumplió su objetivo de crear una clase media, ya que solo favoreció a la acumulación de propiedades por parte de una oligarquía, con grandes pérdidas de tesoros culturales, tanto edificios, como obras de arte.[cita requerida]